
Cicerón no necesitaba focus group ni coaching de imagen. Se plantó en el Senado y, delante del conspirador de turno, le cantó las cuarenta: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?” No había metáforas suaves, ni “tensiones cambiarias”, ni “errores no forzados”: había un tipo diciendo, en voz alta, que el Estado estaba tomado por una banda organizada.
La etimología del berrinche cívico está ahí. Antes de que existieran las cadenas nacionales, los hilos de X y las conferencias de prensa con atriles luminosos, ya había un cónsul describiendo el menú completo de la trama: conspiraciones nocturnas, intentos de asesinato, reparto de cargos, reparto de botín y un Senado paralizado entre el miedo, la conveniencia y la omisión. Suena familiar.
Cicerón, eso sí, tenía una ventaja sobre muchos opositores actuales: sabía exactamente con quién estaba hablando. Catilina no era un error del sistema, era el sistema llevado a su máxima impunidad. No era “la casta”, era la suma de todas las castas disponibles. Y el famoso “oh tiempos, oh costumbres” no era nostalgia: era diagnóstico clínico de una república que ya se acostumbraba al escándalo como paisaje.
La pregunta etiológica es sencilla: ¿cómo llegamos –una y otra vez– al punto Catilina? La respuesta, incómoda: nadie llega solo. Detrás de cada Catilina moderno hay una larga cadena de silencios, cálculos, guiños, negocios, “no es tan grave”, “ya va a pasar”, “por lo menos es de los nuestros”. El complot nunca arranca en la noche del crimen; arranca en la siesta colectiva que lo deja crecer.
Cicerón reprocha algo que hoy también duele: no faltan leyes, no falta información, no falta poder para frenar al corrupto; faltan cónsules que se animen a usarlo. En versión siglo XXI: no faltan informes, auditorías ni expedientes; faltan manos limpias dispuestas a firmar lo que hace falta firmar y a perder lo que haya que perder. Todo el mundo se indigna, hasta que llega el momento de arriesgar el sillón.
Hay otro detalle muy actual en ese discurso: Catilina no estaba escondido en una cueva, estaba sentado en el Senado, mirando a todos con cara de “¿y qué?”. La etiología del desastre democrático es esa: cuando el delincuente deja de temer y es el ciudadano honesto el que baja la voz. Cuando el que debería estar rindiendo cuentas y entrando por la puerta de atrás entra por la alfombra roja y con chofer oficial.
Si uno raspa un poco el polvo de los siglos, el monólogo de Cicerón suena menos a pieza de museo y más a editorial urgente: campamentos, complot, financiamiento oscuro, intentos de usar al pueblo como carne de cañón. Y siempre la misma coartada: el que pone límites es “cruel”, el que deja que todo explote es “dialoguista”. La república como rehén de la reputación de sus dirigentes.
Por eso, quizás la verdadera modernidad no sea inventar nuevas palabras para nombrar las viejas trampas, sino recuperar algunas sentencias incómodas. “Quo usque tandem” no es una cita culta para adornar discursos; es una alarma. Cuando una sociedad deja de hacérsela –en voz alta, mirando a sus Catilinas a los ojos– el problema ya no es el conspirador: es la paciencia enferma de los que la soportan.
✍️ ©️2025 El Paciente del Consultorio Histórico – All Rights Reserved
¿Quieres decir algo?
📬 Envía tu texto a : email@soapboxorators.org o súbelo a la Speakers’ Box: SoapBoxOrators.org.
©️2025 Guzzo Photos & Graphic Publications – All Rights Reserved – Copyright ©️ 2025 SoapBoxOrators.org /SalaStampa.eu, world press service – Guzzo Photos & Graphic Publications – Registro Editori e Stampatori n. 1441 Turin, Italy
